Pero este tipo de actitudes no son más que pequeños divertimentos. Por lo general soy un hombre demasiado ocupado. Mis reflexiones, así como mi intensa vida social, apenas me permiten dedicarme a estos pequeños esparcimientos.
No tengo nada que esconder, por otra parte. Nací en un pequeño pueblecito alemán, en la frontera con Suiza. Mi madre era una mujer sencilla, muy dada a las artes plásticas; una consumada pintora de bodegones, que ejecutaba con una curiosísima técnica de su invención que combinaba el uso del óleo y el papel carbón. Mi padre era un políglota fabuloso. Hablaba siete lenguas distintas con notable habilidad, si bien es verdad que cinco de esas lenguas eran entéramente de su invención, y otra más, según él mismo, sólo era comprensible para algunas especies de ganso.
Aunque mi entorno familiar era agradable, mis primeros años de vida fueron difíciles. El doctor del pueblo, cuya incomparable colección de serruchos nunca me infundió gran seguridad, diagnosticó a mi madre en su noveno mes de embarazo una apendicitis gravísima. Fui extirpado de urgencia, y pasé mis primeros años de vida en un bote de formol. No fui reconocido legalmente como ser humano hasta que a mis padres se les ocurrió escribir, ya en mi decimosegundo año de vida, a una revista de psicopedagogía para preguntar si debían acceder a concederle a cierto pedazo de intestino que le habían extirpado tiempo atrás la asignación mensual que últimamente venía reclamando.
En mi recién estrenada condición de ser humano, pude al fin iniciar mis estudios. Y aunque partía con desventaja respecto a mis compañeros pronto me puse a su nivel, primero, y los superé más tarde. Recuerdo con qué interés mis compañeros escuchaban mis atinadas observaciones sobre Aristóteles, o mis comentarios a los Principia de Newton. Impresionado por mi capacidad natural, mi maestro de aquella época (un tal sr Freudermeier, al que siempre recordaré con cariño) rastreó todas las escuelas de Alemania en busca de algún lugar en el que pudiesen darme la educación superior que no se veía capacitado para impartirme. Aunque encontramos un buen colegio inglés, a sólo un par de horas del pueblo, tanto era el cariño de mi profesor, así como de mis paisanos y familiares, que hicieron una colecta para poder enviarme a otro colegio, en el norte, cuyo único inconveniente estaba en que distaba más de veinte horas de viaje de mis amados benefactores. Con una desacostumbrada generosidad, estos no repararon en gastos, y el director de la escuela incluso hipotecó su casa para adelantar mi viaje lo más posible, pese a que todavía faltaban varios meses para el inicio del curso.
De mi viaje, y mi estancia ya hablaré en otra ocasión, como siempre, con gran placer y gusto.

No quiero despedirme sin añadir otro cuadro a la Galería Günter. En este caso, presento la obra titulada "Antipaisaje vertical", que estoy seguro será de su agrado