9.12.08

Max Schmeling

Haciendo un paréntesis en nuestro recorrido por la historia del boxeo, queremos detenernos hoy en uno de los grandes combates del siglo XX. El enfrentamiento de 1938 entre el "Bombardero de Detroit" Joe Louis y Max Schmeling, el campeón nazi, exponente de la supremacía aria.

Max Schmeling, retrato de su amigo George Grosz


Entre los aficionados y expertos hay muchos que consideran a Joe Louis el mejor boxeador de todos los tiempos. Ni Ali, ni Tyson, ni Marciano: dicen que el bueno de Louis reunía más y mejores condiciones que ningun otro y, de hecho, hubo una época en la que se le consideró, sencillamente, invencible. ¿Y quién creen ustedes, queridos amigos, que vino a demostrar lo contrario, a establecer una nueva ley física que determinaba que las posibilidades de que Joe Louis callese a la lona eran directamente proporcionales a la cantidad de ostias recibidas, exactamente igual que cualquier hijo de vecino? Pues nuestro segundo protagonista, un señor llamado Max Schmeling, que venía de Alemania y que, la verdad, tampoco es que fuese un desconocido.

Este caballero, Schmeling, había sido campeón del mundo de 1930 a 1932, y esto no es cualquier cosa. Hablamos de una época en la que el boxeo significaba más, mucho más de lo que significa hoy en día. Para hacernos una idea, creo que podríamos dar al boxeo un nivel de resonancia similar al que tiene el fútbol en la actualidad, con la diferencia de que el fútbol es un deporte de equipo, es decir, que aunque los equipos tengan sus estrellas y siempre haya un jugador -que normalmente es el que marca los goles- especialmente destacado, la responsabilidad, el mérito, la fama o la infamia se la reparten desigualmente entre unos catorce jugadores por partido. A esto hay que añadir al entrenador, al presidente y últimamente a una cosa que se llama "director deportivo" que es un señor que gana varios cientos de miles de euros por hacer algo no muy distinto de lo que millones de niños hacen todos los días en el recreo: cambiar cromos.

En los años veinte y treinta, en cambio, el campeón del mundo de los pesos pesados era, simple y llanamente, el mayor atleta del planeta: un héroe.

Como decía,este caballero, Schmeling, había sido campeón del mundo en 1930, cuando conquistó la corona peleando contra Jack Sharkey por el título vacante. En aquel combate, Sharkey golpeó a Schmeling de forma indebida. Schmeling no pudo continuar, los árbitros sancionaron a Sharkey y Schmeling, que ni siquiera se podía tener en pie, se coronó campeón del mundo de los pesos pesados. La primera y única vez en la historia que ha sucedido algo así. Algunas versiones dicen que Schmeling no quería aceptar el título en esas condiciones, aunque la historia no está clara. Fuese como fuese, Schmeling se convirtió en el único campeón del mundo de la historia por descalificación, y la prensa, sobre todo la americana, se mofó de él tachándolo poco menos que de campeón bastardo.

¿Quiere decir esto que Schmeling era un boxeador mediocre? Ni mucho menos. Es muy probable que realmente Schmeling fuese el mejor boxeador de pesos pesados del mundo durante los años que tuvo la corona. Es muy probable que fuese mejor boxeador que Sharkey en el año 1930, cuando ganó la corona de forma polémica por primera vez, y es muy probable que siguiese siendo el mejor en 1932, cuando perdió su título a los puntos contra el mismo Sharkey, en una controvertida decisión que resultó inexplicable para los cronistas de la época.

Para entender cómo pudo el jurado llegar a la conclusión de que Sharkey, aspirante estadounidense, merecía quedarse con la corona del campeón alemán en contra del juicio de todos los periodistas presentes tenemos que pensar en varias cosas. Tenemos que pensar, en primer lugar, que ya en aquella época el bacalao del boxeo mundial se repartía en los Estados Unidos. Al público americano Schmeling, al principio, les había parecido un tipo simpático del que habían apreciado ciertos gestos de nobleza -como ayudar a levantarse a un boxeador rival aún a costa de dejar de sumar un KO técnico en las estadísticas-. Sin embargo, su imagen se había ido deteriorando, poco a poco.
Tenemos que pensar que a la imagen pública de Schmelling en América no le ayudaba nada el hecho de que el partido nazi hubiese comenzado a hablar de él, poco más o menos, como su gran campeón, el ejemplo viviente de las supremas virtudes arias. Tenemos que pensar que, dentro del clima antisemita de la época, que iba mucho más allá de las fronteras alemanas, los Estados Unidos eran, al menos, de los más claros en su posición respecto a la política nazi con los judíos, y que en el negocio del boxeo había una gran influencia de la población judía. Quien más quien menos tenía un entrenador, un agente o algún compañero judío.
Tenemos que pensar también que, para muchos, Max Schemling era un campeón ilegítimo por la forma en que ganó el título en 1930, y tenemos que pensar que la prensa americana había estado calentando el combate todo lo posible, con artículos y caricaturas en los que Max Schmeling aparecía como un campeón pusilánime y quejoso. Si pensamos en todo esto quizás veremos un poco más clara la razón de que, pese a la polvareda que levantó el combate, Sharkey se quedase con el título sin problemas. Joe Jacobs, el mánager de Schmelling, convirtió en todo un latiguillo el "We wuz robbed" con el que protestó por la decisión del jurado. En ese jurado, por cierto -y esta es la última cosa que tendremos que pensar sobre el combate de Schmelling contra Sharkey- estaban algunos de los mejores amigos del campeón americano.

Si hacemos caso de la prensa de la época, incluso de la prensa americana, es muy probable que a Schmeling le robasen aquel combate y que, por tanto, Max Schmeling fuese, en realidad, el mejor peso pesado del momento. Es muy probable también que siguiese siéndolo hasta la irrupción de Max Baer.

¿Alguno de ustedes, queridos seguidores, ha visto la película Cinderella Man? ¿Alguno recuerda al malo de la película? Pues ese era Max Baer. Más o menos. A Ron Howard, que dirigía la película le convenía hacer de Baer una especie de lobo feroz sátiro y cruel de quien se pudiese sospechar razonablemente que seguía una estricta dieta de carne humana. Baer no era tan cabroncete como el tipejo de la película, pero sabía divertirse y eso siempre molesta a algunos. Tenía una pegada brutal y es cierto que mató a dos hombres en combate. A uno de ellos, al hacerle la autopsia, le encontraron el cerebro separado del cráneo. Eso es cierto. Lo que no es cierto es que Baer, como en la película de Ron Howard, se felicitase de estas muertes y persiguiese a las desconsoladas viudas con instintos de sátiro. Al contrario, ayudó a las familias de los fallecidos y se hizo cargo de los estudios de los hijos de, al menos, uno de ellos. Otra cosa es que al señor Howard le parezca más interesante hacer una historia de buenos y malos. Si el señor Howard es incapaz de ver nobleza si luchan hombres nobles, no hay ningún problema y él tiene todo el derecho de insultar la memoria de un hombre que actuó con rectitud para lograr su efecto dramático. También nosotros tenemos derecho a saber que Baer, que tenía muchos defectos, supo portarse como un hombre bueno. Podría haber sido mucho mejor boxeador de lo que llegó a ser, pero el boxeo no era su prioridad. Le gustaban las mujeres y las fiestas. Intentó algunos papeles en el cine (era muy malo) y se dedicó a la publicidad tanto durante como después de su carrera. Baer era un boxeador excepcional, pero perdió su título por dedicarse a jugar a modelo de revista mientras el "Hombre cenicienta" entrenaba para un combate de boxeo. No nos engañemos. James Braddock (el "Hombre Cenicienta") no habría tenido nada que hacer en el 95% de los casos. Pero supo aprovechar su 5% de posibilidades de victoria. Ese 5% de posibilidades que pasaban por un combate analítico. Braddock no podría noquear a Baer ni en cien años y Baer, que, como ya hemos dicho, tenía una pegada brutal, podía noquear a Braddock en cualquier momento. Pero Braddock jugó sus cartas apostando por un combate largo y sufrido y terminó ganando a los puntos. Baer se pasó los primeros asaltos jugando y cuando quiso ganar el combate ya era demasiado tarde, porque no estaba físicamente preparado para un combate largo. Con el título le pasó algo parecido. Lo perdió por desidia contra Braddock, y cuando quiso recuperarlo ya estaba en eso del boxeo Joe Louis. Y Joe Louis era bueno, demasiado bueno.

Braddock, por su parte, se pasó un par de años reteniendo el título todo lo posible. Canceló un combate por el título con Schmelling, en teoría por una lesión en la mano, aunque las presiones de los grupos judíos para negar la posibilidad del campeonato al "boxeador nazi" quizás tuvieron algo que ver. Finalmente aceptó un combate con Louis que lo derrotó con claridad.

Joe Louis, The Brown Bomber, el hombre invencible, la gran esperanza negra (en aquella época se decía así) empezó mal el combate, pero luego le dio a Braddock lo que, en términos técnicos, se conoce como una paliza de padre y muy señor mío. Así se convirtió de forma oficial en campeón del mundo, aunque ya hacía tiempo que era considerado por todos el mejor boxeador del planeta.

Por poner en orden todos estos nombres, que quizás sean nuevos para muchos, vamos a establecer una gradación, probablemente discutible, pero que responde a un cierto consenso. Por una parte está Schmelling, que era un muy buen boxeador. Luego tenemos a Braddock, que también era un buen boxeador, aunque seguramente no tanto como Schmelling y también inferior a Baer, al que, sin embargo, ganó. Baer ganó a Schmelling, y perdió con Braddock. Era el mejor de los tres. Luego está Joe Louis, que era, incontestablemente, el mejor de los cuatro. Estas cosas no siguen una lógica, pero si Louis ganó a Braddock -aunque esto sucedió después- Braddock ganó a Baer y Baer ganó a Schmelling podemos imaginar por qué cuando en 1936, cuatro años después de perder su corona, Schmelling llegó a Nueva York diciendo que había encontrado un punto debil en la técnica de Louis y que pensaba aprovechar el viaje que se había hecho desde Alemania para derrotar al Bombardero invencible, la gente se lo tomase más bien a chirigota.

Pero resultó que no. Resultó que Schmelling realmente sí sabía cómo ganar a Louis. Después de estudiar detenidamente el estilo de su oponente viendo una y otra vez sus combates filmados, Schmeling llegó a la conclusión de que Louis relajaba su diestra lo suficiente como para atacar por ahí de forma decisiva.

Durante el combate, los tres primeros asaltos transcurrieron sin sorpresas. No se puede decir que Louis fuese claramente superior, pero tampoco pasaba apuros. Los dos rivales se movían por el ring. Louis golpeaba más. Schmeling era más conservador. La táctica de Louis era más clara. Sabía que no era fácil derribar a Schmeling y tal vez por eso no se lanzaba a atacar a tumba abierta. Schmeling, aparentemente, aguantaba, aunque luego se supo que, en realidad, rumiaba la táctica que, tal y como había anunciado, había elaborado a fuerza de repasar una y otra vez los movimientos del bombardero.
En el cuarto asalto hay un instante en el que Schmeling encuentra su ocasión para atacar. Louis relaja la derecha y Schmelling acierta un golpe directo. Louis queda desorientado. Hay un segundo, quizás dos, en el que Schmelling parece tan desconcertado con el golpe que acaba de dar como el propio Louis, que lo ha recibido. En ese segundo los dos púgiles se miran con extrañeza, como si, a partir de ese momento, los dos fuesen conscientes de haber sido teletransportados a un combate y hasta un universo distinto al que conocían. De repente Schmelling puede ganar el combate y es en ese preciso segundo cuando los dos empiezan a darse cuenta. A continuación Schmelling se lanza sobre Louis, que todavía está un poco noqueado. Le encaja una combinación y Louis cae. El locutor parece todavía más extrañado que los combatientes. Schmelling ha conseguido un golpe magistral que ha alcanzado a Louis, al estadio entero, a sí mismo y hasta al locutor, que no deja de repetir que Joe Louis ha caído a la lona, por primera vez en toda su carrera Joe Louis ha caido a la lona.

El resto del combate transcurre en la extrañeza absoluta. El lugar desde el que ha caído Louis es mucho más elevado de lo que el común de los mortales es capaz de caer. Louis ha caído desde una región del cielo cercana al Olimpo, desde la órbita de los héroes, desde alguna altura hiperbólica que ni siquiera el Bombardero es capaz de asumir. Por eso el resto del combate es la continuación del miedo de Louis a repetir su fabuloso coscorrón. Se le nota temeroso y Schmeling se limita a esperar, a esperar y lanzar, de vez en cuando, combinaciones rápidas de golpes que alcanzan infaliblemente a su oponente. En el decimosegundo asalto Louis, que aún no había peleado contra Braddock y aún no era oficialmente campeón del mundo, cayó definitivamente al suelo, en lo que probablemente supone una de las tres mayores sorpresas de la historia del boxeo. Otra sería el combate de Braddock contra Baer y la tercera, como siempre, está por llegar.

Antes del combate, el gobierno nazi se había mostrado totalmente opuesto al hecho de que "su boxeador" pelease contra un afroamericano. Para ellos, el combate era denigrante, algo parecido a un espectáculo circense que enfrenta a canguros con humanos. Sin embargo, nada más acabar el combate los nazis cogieron a Schmeling y se lo llevaron en volandas a Berlín, en el Hindenburg, nada menos. A la propaganda alemana le faltó tiempo para explicar a quien quisiera escuchar (que no eran pocos, por cierto) que claro que Schmeling había ganado, que era lo más lógico y que, el resultado del combate era perfectamente predecible para cualquiera que pusiese un poquito de atención y reparase en el hecho de que Louis era más bien negro y Schmeling blanco, blanquísimo. Moreno, eso sí, pero ario de la cabeza a los pies y más alemán que un empacho de cerveza y salchichas. A pesar de su victoria, Schmeling no se convirtió en campeón del mundo. No llegó a combatir contra Braddock, que había vencido a Baer y era el campeón, y en su lugar lo hizo Louis. Por segunda vez el título se alejaba del campeón alemán de forma injusta. Primero había sido un jurado en el combate contra Sharkey. Después un comité que le negó el derecho a disputar el título que, a la postre, disputaría Louis. Este, por su parte, nada más terminar el combate, que le dio la corona, advirtió que no permitiría que nadie le tratase como campeón hasta que no hubiese derrotado a Max Schmeling.

La historia del segundo combate entre Schmeling y Louis es la historia del evento deportivo más politizado de la historia. En Junio de 1938, en Nueva York, con el título de campeón del mundo en juego, Schmeling y Louis eran, para sus respectivos gobiernos, los símbolos de dos sistemas distintos.
Para no complicar la historia, digamos símplemente que Louis derrotó a Schmeling en el primer asalto. Schmeling se quejó de que un golpe antirreglamentario de Louis lo había dejado inmovilizado y algo de eso pudo haber, porque en un momento dado del combate Schmeling queda convertido en un pelele, a merced de un Louis casi iracundo. En cualquier caso, América celebró la victoria como un triunfo nacional, los afroamericanos la recibieron como una reivindicación racial y los alemanes recogieron a Schmeling con el sentimiento de haber sufrido una derrota vergonzosa.

Lo curioso, vino después.

Adolf Hitler no quedó tan desilusionado con la derrota de Schmeling como cabría suponer. Es más, la caída del héroe le dio la ocasión de vengarse de los desplantes sufridos. Schmeling, el boxeador nazi, se había negado repetidamente a unirse al partido nacionalsocialista y se había negado a prescindir de sus colaboradores judíos -incluído Joe Jacobs, su representante en América, el hombre que convirtió en latiguillo su afrentado lamento por el robo del combate contra Sharkey- enfrentándose directamente a las autoridades.

Sabemos, por lo que pasó después, que cientos de miles de alemanes se alistaron en el partido nazi por miedo de lo que pudiera pasar. Sin duda es una actitud tan censurable como humana. La típica reacción que nos hace sentir vergüenza de ser humanos, pero que, al mismo tiempo, nos hace sentir más humanos todavía. Si cientos de miles de habitantes anónimos se sentían comprensiblemente señalados por no pertenecer al partido nazi, personalmente no me creo capaz de calcular la presión que debía sentir Max Schmeling, ni, cuando era el gran héroe de la nación, el ídolo deportivo, el hombre adorado, ni después, cuando se convirtió en villano, en derrotado. Por si no era suficiente, además resulta que Eva Braun estaba loquita por el púgil. Esto lo sabemos nosotros por el diario de Eva Braun, y si Hitler lo hubiese sabido con la misma certeza no sé cómo habrían ido las cosas para el Sr. Schmeling.

Sólo un par de meses después de su derrota contra Louis, mientras estaba en el centro del punto de mira de la ira nazi, durante la Noche de los Cristales Rotos (Noviembre de 1938) Schmeling ocultó a dos hermanos judíos a los que luego ayudó a salir del país. Naturalmente, las autoridades nazis no fueron conscientes de este asunto. Creo que ya he dicho antes algo parecido, pero si las autoridades nazis hubiesen tenido alguna certeza, o siquiera alguna sospecha en este sentido, no sé cómo habrían ido las cosas para el Sr. Schmeling. Pero no se enteraron, nadie se enteró. De hecho, el propio Schmeling lo guardó en secreto y sólo se supo muchos años después, cuando uno de los dos hermanos a los que Schmeling ayudó a huir a América se puso en contacto con el ex-campeón. De lo que sí eran conscientes las autoridades nazis era de todos los desplantes que Schmeling les había hecho ya. Imagínense ustedes lo que suponía para el partido que el héroe nacional se negase a participar de la ideología oficial. Si se lo imaginan con la suficiente nitidez puede que no les sorprenda el que, durante la guerra, se diese a consigna para colocar a Schmeling en el cuerpo de paracaidistas y se le encomendaron numerosas misiones suicidas. El objetivo era claro. Había que deshacerse de Schmeling. Había que enviar a Schmeling volando sobre las alambradas, volando tras las lineas enemigas. Pero Schmeling volvía. Después de cada misión, Schmeling volvía. La guerra se acababa y Schmeling volvía y cuando la guerra acabó y ya no quedaron misiones suicidas, de repente, eso ya no importaba, y Schmeling volvió definitivamente.

Mientras tanto, en América, el gran rival de Schmeling, Joe Louis también se alistó en el ejército, pero se pasó la contienda haciendo exhibiciones de boxeo para divertir a los soldados. Cuando terminó la guerra, el fisco americano le obligó a prolongar vergonzosamente su carrera para pagar las deudas contraídas. Joe Louis nunca fue lo que se dice, una máquina de administrar el dinero. Lo que sí fue, y lo fue durante más tiempo que ningún otro boxeador, fue una máquina fabulosa de fabricarlo. Una máquina a la que casi todo el mundo se acercaba a sacar tajada, incluido el gobierno americano y su departamento de hacienda, que le explicó a Louis que lo de símbolo nacional y lo de los discursos de Roosevelt erigiéndolo públicamente como ejemplo del valor americano estaba muy bien, pero que ellos pertenecían a otro departamento. Louis se vio abocado a prolongar su carrera más de lo que hubiese sido pertinente. Su último combate fue contra Rocky Marciano, que, como boxeador, era todo lo contrario de Louis. Louis era elegante, rápido, versatil... un manual de boxeo en funcionamiento. Marciano peleaba encogido, era tosco y su táctica consistía en sacudir guantazos brutales sin cuidarse mucho de la defensa, porque a Marciano, sencillamente, no había quien le tumbase. Aquel día Marciano le dio una paliza a Louis y después rompió a llorar porque había derrotado al ídolo de su infancia.

De vuelta a casa, Schmeling aceptó la representación de CocaCola en Alemania y se hizo multimillonario. Louis intentó dedicarse a la lucha libre y se arruinó totalmente. Luego llegó la enfermedad. A Louis le dió en plena calle uno de esos síncopes que hacen sospechar que alguien ha recibido demasiados golpes en la cabeza. Lo internaron unos meses en un hospital psiquiátrico. Seguía siendo popular y recibiendo homenajes de un país que todavía lo consideraba un héroe, pero sobrevivía gracias a la ayuda económica de sus amigos. Buena parte de este dinero venía de Alemania, de las manos de Max Schmeling, que pagó también los costes de su entierro.

3.11.08

Los orígenes del boxeo. Prehistoria (II)

En el capítulo anterior Gunther consulta con el doctor Von Wintersonnende acerca de diversas teorías sobre el origen del boxeo. Por sorpresa el profesor le asesta un certero y potente bofetón que acaba con nuestro héroe en el suelo. Desconcertado, el buen Gunther se entrevista con el profesor y con su elegancia habitual responde a un comentario del profesor con agilidad, ironía, ingenio, elegancia y una copita de oporto que siempre lleva para esas ocasiones. ¿Cómo terminará la entrevista de Gunther con el profesor? ¿Conseguirá terminar el encuentro sin recibir más bofetadas? ¿Esconde el Dr cosas dentro de su barba tal y como todos sospechamos que hacen los hombres barbudos? La respuesta a estas preguntas y más en el siguiente capítulo de...

SOBRE LA IDEA DE UN PÁRPADO FLUORESCENTE

-Su oscuridad, me temo, está más que clara, mi buen Dr. -dije yo levantando mi copa de oporto para subrayar la irónica elegancia de mi comentario (siempre llevo una copita de oporto en el bolsillo para estos casos).
-Eso me temo, amigo Gunther -respondio el Dr. haciendo emerger de sus labios una sonrisa y de su frondosa barba un vaso mediado de bacanora.- Y, sin embargo -continuó- creo poder aclararle la raíz de mis actos.
El Dr. se reclinó hacia atrás mirando al trasluz el contenido de su vaso, como si quisiera leer en él el misterio de su propio comportamiento.
-La clave, amigo Gunther -continuó en un tono ensimismado, como si realmente yo no estuviese allí más que como recurso retórico- está, como siempre en la esfera. Piense usted en ello.
La esfera ha sido, desde siempre, considerada como la más perfecta figura geométrica. Su perfección es tal que muchos pueblos primitivos han llegado a estimarla hasta niveles divinos. Le pondré un ejemplo. Los kelousos, una antigua civilización de geómetras que habitaba la isla polinesia de Kelousa, tenían la esfera en la cúspide de su sistema teológico. Es más, en el idioma kelouso no existe el término "cúspide" y lo más parecido que tienen para hacer referencia a algo semejante es la palabra "kaleusion" que significa "lo que está en la parte más alta de una esfera que sea realmente grande". Además de esto los kelousos habían nombrado teniente de alcalde a un paralepípedo y se recibía a los fabricantes de cartabones extranjeros con honores de jefe de estado. Cierto es que los kelousos, aparte de brillantes geómetras, eran un pueblo bastante hostil -hasta el punto de que llegaron a declarar la guerra de forma oficial a todas las naciones del mundo en el año 1949- por ello los honores de jefe de estado consistían fundamentalmente en retorcidas prácticas de empalamiento y una extraña técnica de trepanación que consistía en, usando como intermediario al mandatario en cuestión, golpear una palanca para elevar un peso sobre railes verticales hasta alcanzar una campana colocada al final de los mismos. Esta ceremonia, además de ser el protocolo oficial de recepción, se usaba para otorgar el título de Kelouso más fuerte del mundo.
Pero me temo que estoy divagando. La pregunta es ¿por qué esta fascinación por la esfera? Sin duda usted, querido Gunther, sabría responderme, pero déjeme hacerlo a mí en su lugar. La esfera ha maravillado desde siempre al hombre por la singular armonía de su forma, la equidistancia de todas sus partes al centro se interpreta, diría que universalmente, como la cara más amable de Dios, aquella que comunica con la mente de los hombres por el canal de la razón y no esa otra que parece estar diciendo "¿a eso le llamas tú un holocausto?". La regularidad es cálida al hombre que es un animal de costumbres. Yo, por ejemplo, tengo la costumbre de tomarme las tostadas con mermelada poniendo la mermelada boca abajo, lo cual, como usted entenderá, es una verdadera animalada. ¿Acaso cree que no gotea? Por supuesto que sí, amigo Gunther, gotea, y mancha. Mancha mucho, además, y me deja unos terribles lamparones a la altura de la bragueta que resultan de lo más escandalosos. Entonces ¿por qué persisto en mi actitud? Por la fascinación de la costumbre, por supuesto. El equilibrio hipnótico de la esfera, de la regularidad. El gesto amable de la rutina.
Dicho esto, creo que ya he respondido a su pregunta. Tal vez no se haya percatado todavía, pero, de algún modo, ya lo he hecho. ¿Por qué mi sopapo traidor del club de caballeros? Pues porque, de repente, observé que entre su rostro y mi mano existía una distancia ideal. La separación justa para poder convertir mi brazo en un radio absolutamente recto y dibujar en el aire un movimiento circular perfecto. Comprenda, amigo Gunther, que soy humano. Que la fascinación de la esfera opera sobre mí como sobre cualquier hombre y que no es sencillo escapar a la tentación de unir en un sólo gesto la brutalidad de la violencia con la razón perfecta de la figura divina. ¿Quién podría haber evitado la tentación del golpe si, además, con ello ayudaba a explicarle a usted mi idea de que en el hombre hay un instinto permanente de liarse a mamporros?
Reconozco que las razones del doctor me resultaron, en principio, extrañas. Y, sin embargo, había algo de innegable en su razonamiento. Sus principios sobre geometría y razón parecían incontestables. Sin embargo, había algo que el profesor había olvidado y que no le recordé en ese momento. El profesor había olvidado señalar que otro de los fascinantes aspectos de la esfera es que, independientemente de en qué dirección se mueva, siempre se llega al mismo lugar. La esfera es la imagen del eterno retorno, que nos recuerda que todo ha de repetirse, que todo vuelve a suceder y que todo aquello que toma una dirección volverá por la opuesta en algún momento. No se lo recordé al Dr en aquel momento, sino un tiempo después, cuando me pidió explicaciones acerca de por qué me había despedido aquel día golpeándole violéntamente en la cabeza con un enorme estudio sobre Malevitch.

26.10.08

Los orígenes del boxeo. Prehistoria


Es mucho lo que desconocemos acerca de los orígenes del boxeo. Las más antiguas representaciones de hombres entregados a la lucha con los puños pertenecen a civilizaciones hoy desconocidas. En Etiopía o Albacete encontramos representaciones de entre cinco y diez mil años de antigüedad de individuos entregados a algo semejante al pugilato. Algunos autores afirman que, en realidad, la mayoría de estas imágenes harían alusión a antiquísimas prácticas festivas en las que se alimentaba a otro hombre, probablemente un sacerdote, con diminutas raciones de harina de trigo horneadas con agua a las que se añadirían pequeñas raciones de hierba de propiedades alucinógenas. Otros defienden que el origen del boxeo estaría precisamente en estas celebraciones, puesto que no sería raro que durante el transcurso de estas celebraciones, los participantes, al tener sus facultades motoras y sensoriales notablemente embotadas por las hierbas, realizasen la alimentación ceremonial con la suficiente torpeza como para transformar la entrega del alimento en sopapos de apreciable intensidad. Entre estos autores, hay algunos partidarios de la idea de que esta práctica ceremonial habría pasado al mundo judaico y que, en la península ibérica, el recuerdo lejano e inconsciente de antiguas prácticas al reencontrase con su fuente original en cierto ritual de origen semítico, habrían originado el doble sentido de la palabra "hostia". Otros, más arriesgados todavía, consideran que hay una prueba clara de esta teoría en la expresión castellana "hostias como panes", que aludiría, según ellos inequívocamente, a este extraño ritual.

No hace mucho discutía yo estas interesantes teorías con el Dr Von Wintersonnenwende. Un antiguo catedrático de antropología, hoy ya retirado, pero que mantiene intacta su lucidez intelectual. El Dr Von Wintersonnenwende posee una pequeña casita, no muy lejos de mi propiedad, donde dedica su tiempo a leer, redactar sus memorias, cuidar de un pequeño jardín y diseñar trajes de hombre-bala, pequeña excentricidad esta a la que su retiro le permite entregarse, aunque las malas lenguas insisten en que esta afición ejerció cierto efecto catalizador cuando hubo que acelerar los trámites de su jubilación. El Dr Wintersonnenwende, por alguna razón, no trabaja en sus diseños durante la primavera, así que dedica este tiempo sobrante al club de caballeros donde mantenemos sabrosas discusiones. Pese a la distinción de su aspecto, que no carece de una generosa barriga y una larga y respetable barba, muchos socios eluden su compañía, a causa de cierta manía suya -lo reconozco, un tanto irritante- consistente en gritar "hombre al agua" cada vez que alguien vacía su copa.

No hace mucho, decía, discutía yo con el Dr. Von Wintersonnenwende las teorías acerca del origen del pugilato. En opinión del Dr. había que distinguir entre el boxeo como deporte o ritual del instinto, inherente a la propia naturaleza del hombre, de enzarzarse a bofetadas. Esta idea del instinto me intrigó sobremanera, así que pregunté al Dr. si existía algún trabajo de interés en el que se explayase sobre esta idea. Von Wintersonnenwende se reclinó hacia atrás haciendo memoria. Reparé entonces en que, con su copa en la mano y ese gesto suyo tan característico de hundir los dedos en su abundante barba, el Dr ofrecía la vívida imagen de un modelo de intelectualidad por desgracia ya olvidado. A continuación se inclinó hacia mí y, en tono confidencial me susurró:
-Sólo se me ocurre una cosa.
Ni siquiera podría describir muy bien lo que sucedió a continuación. Sin darme tiempo a reaccionar, y con una agilidad impropia de su edad, el buen Dr. me soltó una velocísima bofetada que sonó igual que golpe de una pala sobre una manta húmeda. Mientras yo caía de mi asiento el Dr. saltó sobre el suyo y abandonó el club de caballeros brincando de un sofá a otro hasta la puerta de salida. Resultaba muy extraña la imagen de aquel caballero de aspecto decimonónico botando sobre los asientos entre sonoras carcajadas que sólo interrumpía para señalar con el dedo alguna que otra copa vacía y gritar, como era su costumbre "Hombre al agua. ¡¡Hombre al agua!!".

Por supuesto, la actitud del Dr. me resultó desconcertante. Reconozco incluso que me molestó, en cierta manera. Decidí dejar pasar una semana para evitar que mi mal humor tomase la palabra, pero, pasada esa semana, encontré casualmente al Dr. en el salón de su casa y me decidí a hablarle. El Dr. me escuchó con atención, mientras le explicaba las razones de mi perplejidad.Luego permaneció en caviloso silencio durante unos segundos durante los cuales en ningún momento bajé la guardia, pues no se me escapaba la posibilidad de que el Dr. intentase justificar su actitud con una segunda bofetada. Finalmente habló:
-Mi querido amigo Gunther. Creame que siento profundamente constatar su reacción. No le culpo, sin embargo. Lo más probable es que haya sido yo quien, por querer sintetizar mi postura en demasía, haya obrado con más oscuridad de la conveniente.
-Su oscuridad, me temo, está más que clara, mi buen Dr. -dije yo levantando mi copa de oporto para subrayar la irónica elegancia de mi comentario (siempre llevo una copita de oporto en el bolsillo para estos casos).


continuará...

16.10.08

El boxeo según Gunther


Tal vez mis seguidores no lo sospechen, pero yo, Gunther, soy un gran aficionado al boxeo. El mundo pugilístico me fascina, probablemente por lo que tiene de atávica la lucha entre dos varones empeñados en demostrar su fuerza y destreza de acuerdo con las normas fijadas por el Marqués de Queensberry. Para quien lo desconozca, o lo haya olvidado, el marqués de Queensberry es uno de los grandes hombres de finales del siglo pasado. No sólo le debemos el boxeo moderno gracias a la generosa promoción que hizo de las normas redactadas por John Graham Chambers, sino que también detuvo en seco la carrera de Oscar Wilde que, la verdad, ya se estaba poniendo un poco pesado.
Mi primera experiencia con el mundo pugilístico tuvo lugar cuando sólo contaba con cinco años. Por desgracia no resultó todo lo elegante y caballeresca que cabría desear pues, aunque ya por entonces conocía yo al dedillo el código del marqués, no conseguí convencer a mi señora madre de que su combinación de puntapies en la boca del estómago (extraordinariamente ejecutada, por otra parte) contravenía las más esenciales normas de este deporte. En el fondo debo agradecer a esta entrañable anécdota mi posterior y brillantísima trayectoria intelectual, pues de haber tenido unos padres más estrictos en los usos pugilísticos tal vez habría dejado discurrir mi vida por los senderos de este deporte que tanto me apasiona.
No hablo en balde, sino con el conocimiento de un caso que me toca muy de cerca: el de mi amigo Gerald Bum, cuyos padres jamás discutían sin la presencia de un árbitro, un doctor, sendos masajistas, un jurado completo y varios periodistas acreditados. Gerald, que durante algunos años fue mi más querido amigo y el único de los jóvenes cohetáneos que frecuentaban mi clase al que tenía por verdadero compañero intelectual, acabó tan fascinado por el mundo del boxeo que se dedicó a él por completo. Llegó a lo más alto gracias al ejemplo de sus padres y la ayuda de "Alzacuellos" Lewis que alcanzó un record mundial al propulsar uno de los incisivos del bueno de Gerald hasta la altura del techo del Palacio de los deportes de Berlín, donde todavía permanece. Dice la leyenda que si uno de los contendientes logra ver el incisivo en el curso del combate tiene la victoria asegurada. Por desgracia algunos supersticiosos han puesto demasiado empeño en alcanzar a ver el famoso incisivo, lo cual, con cierta frecuencia, les ha llevado a perder los suyos propios.
Mi amor por el boxeo no me ha llevado a practicarlo con asiduidad, aunque durante un año de mi vida entrené muy seriamente en un gimnasio regentado por el mítico "Tiburón" Heldellgarst, que según cuentan, era tan duro que los imanes de las neveras se estremecían a su paso. Sin embargo, y a pesar de mi empeño, no llegué a combatir, puesto que fui noqueado cuatro veces consecutivas por mi propia sombra. Perdí un quinto combate a los puntos antes de abandonar definitivamente. Comprendí que mi lugar no estaba en el ring, sino en la grada y en la biblioteca, donde he ido escribiendo una breve historia del boxeo desde sus orígenes prehistóricos hasta la actualidad de la que pretendo dejar aquí constancia con algunos estractos que publicaré en las próximas semanas. Reconozco que soy más útil a este deporte en el campo de las letras que en el de las armas aunque, de vez en cuando, aún siento añoranza. Entonces me siento a ver un buen combate o distraigo la nostalgia golpeando en el cuello a hombres bajitos en por la espalda. Es bueno -porque nos recuerda que podemos ser felices- encontrar placer en estas pequeñas cosas.

6.10.08

El retorno del hombre con nombre


Vuelve Vila-Matas a las liberías. Dietario voluble,se titula su último libro y el pobre Vila-Matas que con él se ha metido en un aprieto considerable, porque, claro, el hombre se ha dedicado en los últimos años a la desaparición del autor y al autor que desaparece y a la literatura como un inmenso lago en el que el autor (que es en primer lugar lector y después autor y empatado o empanado en algún lugar entre los dos términos es también amigo, viajante, amante, votante, lugareño, cosmopolita y renegado) el autor, decía, se vuelve pez y se hunde a sí mismo en ese lago, que uno aspira además a que sea un lago de tinta simpática, como la que menciona don Vila-Matas en su libro (aunque él la usa para escribir, claro) para poder así desaparecer discretamente. Pues bien, después de escribir sobre todo esto por activa y por pasiva en sus tres últimos libros que son los que, según dicen por ahí, le han dado el impulso definitivo para situarlo en la fila más destacada, en la pole position de la literatura europea y universal, va el hombre y se saca un libro que es un diario, o poco menos que un diario.
El libro es en cualquier caso, una afirmación de la propia personalidad, creo que esto está claro, quiera o no quiera reconocerlo el señor Vila-Matas. Anticipo que el hombre no debe estar muy por la labor y eso explicaría que la portada del libro sea una foto del propio Vila-Matas de espaldas, con la mano colándose bajo el cinturón, en un gesto que puede ser, o bien de meterse la camisa correctamente para la foto o bien de fingir una pistola invisible con los dedos. El primer supuesto es complicado, en cuanto que si uno se saca una foto por la espalda normalmente tampoco se para demasiado en atusarse. La segunda opción gana enteros además porque la foto de la solapa muestra a Vila-Matas de perfil, con gafas de sol y el cuello de la gabardina alto, muy alto, altísimo, casi a la altura de las orejas o quizá incluso cubriéndole las orejas y a él enteramente en una pose evidente de detective privado o de agente secreto que, como todo el mundo sabe, son dos de los colectivos más dados a eso de llevar una pistola en la parte de atrás del cinturón. Quedan también los narcotraficantes, claro, pero yo creo que la cosa no va tanto por ahí. Si tuviese que quedarme con alguna opción yo diría que lo que Vila ha querido hacer es replicar a un agente secreto, porque es, de todas las mencionadas, la profesión que mejor se adapta a esa preocupación suya por desaparecer. Los agentes secretos, esto Vila-Matas lo debe saber perfectamente, son los mejores y mayores profesionales de la desaparición, sólo superados quizás por las ayudantes de los ilusionistas y como Vila-Matas, no tiene pinta de ayudante de ilusionista la del detective sigue pareciéndome la mejor opción posible, pero, por mucho que el señor Vila-Matas se haya esforzado para fingirse un profesional de la desaparición en la fotografía de portada y en la correspondiente a la solapa interior izquierda, no sé cómo va a evitar que la gente le reproche el haber abandonado la senda de la desaparición para plantarse con un libro que es poco menos que un diario (aunque, no se escandalicen, no hay confesiones espinosas ni alardes de virtuosismo sexual a lo Sanchez Dragó). Un libro en el que además hace comentarios políticos (ahora sí, escandalícense ustedes a gusto)y opina sobre su ciudad de Barcelona. No sé cómo va a conseguir el señor Vila-Matas evitar que le ocurra lo mismo que le ocurrió la única vez que yo lo vi personalmente, en una conferencia en Madrid, cuando un señor -bastante molesto, al parecer, porque Vila-Matas hubiese acudido a dar la conferencia a la que se había comprometido y a la que él había acudido- le reprochó justamente que en sus libros no dejase de hablar de la desaparición y del autor desaparecido y del autor que desaparece y , sin embargo, a la hora de la verdad,él se dedicase a presentar sus libros y acudir a conferencias como si tuviese todo el tiempo del mundo, como si no tuviese que emplearse por entero en entrenar o inventar (desconozco el término exacto) una desaparición ejemplar, a la vez discreta y sonorísima. Vila-Matas miró al caballero, con la suficiente brevedad y tranquilidad como para sospechar que, en realidad, no era la primera vez que le hacían un reproche parecido. Después se acercó al micrófono y respondió "Es que eso de los libros es literatura. No se la crea demasiado, caballero".
Pienso ahora qe, como en el fondo soy hombre de caracter apacible, me tranquiliza saber que Vila-Matas tiene una respuesta preparada para estos casos. Pienso también que incluso es posible que disponga de un pequeño arsenal de emergencia que, al menos, le facilite, llegado el caso, la huída de los fanáticos de la desaparición. Un arsenal destinado no tanto al uso violento como a crear una cortina de humo que permita la huida del hipócrita escritor cuando se vea acosado por una muchedumbre de fanáticos enfurecidos por su total falta de ausencia física. Pienso ahora también que, si el escritor logra escapar de ellos, los fanáticos de la huida seguramente se sentirán decepcionados, pero, ya se sabe, hay gente que nunca está contenta.

9.1.08

Una entrada críptica. Günter usa internet

Amigos lectores. Siempre os habéis mostrado amables conmigo, y extremadamente generosos en vuestra correspondencia. Después de mi última entrada sois muchos los que me habéis escrito vuestros comentarios. Muy pocos habéis optado por emplear el ordenador –confieso que tampoco es de mi agrado- y la mayoría preferís, igual que yo mismo, valeros de palomas mensajeras o de piedras anónimas arrojadas contra mi ventana. Todos vuestros mensajes son interesantes, y os animo a seguir escribiendo, aunque este último medio de comunicación he de desaconsejarlo por su rudeza, por el gasto que ocasiona y la mala puntería de algunos de mis correspondientes, que han dado en acertar más de una vez con sus epístolas en mi cabeza. Algunas de vuestras cartas las guardo con cariño, y aunque no tengo espacio suficiente para guardarlas todas no hay ni una sola que no vaya a encontrar acomodo junto a mi chimenea.
Entre vuestros comentarios, uno me ha llamado especialmente la atención. Hace sólo dos días se posó sobre el alfeizar de mi ventana una paloma grisácea, con un pequeño mensaje en la pata derecha. Dócilmente, y respondiendo a un gesto mío, dio un pequeño salto y se posó sobre mi dedo índice. Desenrollé el lazo que anudaba el mensaje, entregué la paloma a mi ama de llaves para que premiase con alguna golosina su diligencia y leí el pequeño pedazo de papel. Se trataba de una sola y enigmática línea
“Es usted idiota”- decía.
El contenido del mensaje me impactó. Es evidente, tanto que incluso causa rubor el decirlo, que el autor del envío había querido decir algo más, y aquellas pocas palabras escondían algún mensaje oculto. Mis conocimientos de criptografía no me sirvieron para desentrañar el significado subrepticio. No insistí demasiado en ese sentido, porque desde el principio pensé que se trataría, más que de una clave, de algún acertijo, y que la respuesta no estaba en el mensaje en sí, sino en algún sentido que de él se pudiese deducir. No es el primero de esta clase que mis seguidores me envían -algunos, debo decirlo, con tanta torpeza que han acabado en manos de mis abogados- pero, por alguna razón, este atrajo mi atención. Reflexioné durante toda la tarde, y aún por la noche, mientras intentaba masticar el pollo ridículamente pequeño que me ha servido mi ama de llaves, y por el que ha pagado un precio exorbitante. A altas horas de la madrugada, mientras me estrujaba los sesos a la luz de mi quinqué, se me ocurrió que tal vez estuviese cometiendo un error al despreciar los modernos avances tecnológicos, y quizás la moderna técnica informática podría socorrerme en mi investigación. Encendí mi vetusto ordenador y me conecté a Internet. Ante la pantalla lechosa de un popular buscador, reflexioné. “Idiota” decía el mensaje. Empecé a barajar los términos que, de una forma u otra podía relacionar con la palabra idiota. Barajé similitudes fonéticas; idioma, ilota, diorita (¿i-diorita? merecía la pena pensarlo) similitudes semánticas: imbécil, gilipollas, tontodelculo, tontolava; antítesis: brillante, fascinante, genial, inteligente. Entonces una luz se iluminó en mi cerebro. Inteligente-inteligencia. Tal vez por ahí es por donde me quería llevar mi anónimo remitente. Una paradoja ramplona pero, por lo mismo, fascinante. Reconozco que para el lector externo la conexión puede parecer un embolismo atroz, pero, en ese momento, con la clarividencia y la seguridad que sólo sabrán reconocer los que compartan mi genio, la pregunta se abrió, cierta, temblorosa y radiante como el capullo de una flor de fuego ¿Qué es la inteligencia? ¿Dónde se encuentra? ¿Qué formas adquiere su lenguaje en el mundo de los hombres? Decidido a encomendarme a la sabiduría universal y, por qué no decirlo, popular, tecleé en el buscador las palabras “La verdadera inteligencia está” Y estos resultados obtuve. Según Internet, guiado por el buscador de fondo lechoso y por orden de aparición, he aquí el refugio de la verdadera inteligencia, me remito a las primeras líneas de entrada:
“La verdadera inteligencia está ansiosa por cumplir” (De lo cual podemos concluir, de forma polémica y quizá precipitada, que la verdadera inteligencia es de género masculino)
“La verdadera inteligencia está ansiosa por cumplirla” (Esta se me escapa)
“La verdadera inteligencia está reñida con la afectación y la presunción” (¡Sacre bleu! No podría estar más de acuerdo)
“La verdadera inteligencia está en abrirse” (Personalmente, siembre había considerado que la verdadera inteligencia estaba, precisamente, en mantenerse cerrado. Esta norma se aplica a las personas y los huevos y creo que deberían cumplirla, al menos, todos los que carezcan de una conveniente formación quirúrgica.)
“La verdadera inteligencia está vinculada al bien” (Sin comentarios)
“La verdadera inteligencia está en la razón” (Que viene a ser como decir que el agua de verdad está en el mar)
“La verdadera inteligencia está de nuestro lado” (Eso siempre)
“La verdadera inteligencia está en la gran N” (Inquietante)
“La verdadera inteligencia está en que los pueblos puedan alcanzar una vida mejor y más equitativa” (Inteligencia social, Sancho. Que es la madre de la vaguedad y del trabajo de mañana.)
“La verdadera inteligencia está en la bondad, la verdad y la belleza” (Como muestran con gran énfasis los concursos de belleza)
“La verdadera inteligencia está en saber utilizarlas para ser feliz” (Como muestran con gran énfasis los concursos de belleza)
“La verdadera inteligencia está en la persona que es feliz, no importan las circunstancias que la vida les haya dado” (De lo cual se colige que en Auschwitz sólo murieron gilipuertas y aquellos tipos escuálidos de las fotos con cara de sufrimiento no eran más que un atajo de cretinos.)
“La verdadera inteligencia está bien alejada del reino de las cuatro interacciones” (dicho reino debe estar, poco más o menos, a la altura de la gran N, pero en un paralelo distinto)
“La verdadera inteligencia está en saber sobrevivir” (Esta se puede considerar)
“La verdadera inteligencia está en ella” (Esta puede mover un mundo)
“La verdadera inteligencia está en las manos” (Igual que la cobardía verdadera está muy cerca de los pies)
“La verdadera inteligencia está en poder unirte a los demás” (Los/las demás, se supone)
“La verdadera inteligencia está en conocerse a uno mismo y saber sus posibilidades” (Antes de juzgarla, creo que será honesto puntualizar que esta la he sacado del “Espacio de Maria Angustias” (punto com))
“La verdadera inteligencia está íntimamente relacionada con la principal fuerza que mueve todo el universo” (Esto es, la gran N)
Y para qué seguir amigos. Algunas más me quedan en el tintero, pero temo que con las presentes ya puedo empeñar mi vida en el misterio de la inteligencia, la verdadera inteligencia que nos forma y nos esquiva, la verdadera inteligencia que siempre está con nosotros, pero llega demasiado tarde cuando queremos dar una réplica ingeniosa a los camareros resabiados.