9.12.08

Max Schmeling

Haciendo un paréntesis en nuestro recorrido por la historia del boxeo, queremos detenernos hoy en uno de los grandes combates del siglo XX. El enfrentamiento de 1938 entre el "Bombardero de Detroit" Joe Louis y Max Schmeling, el campeón nazi, exponente de la supremacía aria.

Max Schmeling, retrato de su amigo George Grosz


Entre los aficionados y expertos hay muchos que consideran a Joe Louis el mejor boxeador de todos los tiempos. Ni Ali, ni Tyson, ni Marciano: dicen que el bueno de Louis reunía más y mejores condiciones que ningun otro y, de hecho, hubo una época en la que se le consideró, sencillamente, invencible. ¿Y quién creen ustedes, queridos amigos, que vino a demostrar lo contrario, a establecer una nueva ley física que determinaba que las posibilidades de que Joe Louis callese a la lona eran directamente proporcionales a la cantidad de ostias recibidas, exactamente igual que cualquier hijo de vecino? Pues nuestro segundo protagonista, un señor llamado Max Schmeling, que venía de Alemania y que, la verdad, tampoco es que fuese un desconocido.

Este caballero, Schmeling, había sido campeón del mundo de 1930 a 1932, y esto no es cualquier cosa. Hablamos de una época en la que el boxeo significaba más, mucho más de lo que significa hoy en día. Para hacernos una idea, creo que podríamos dar al boxeo un nivel de resonancia similar al que tiene el fútbol en la actualidad, con la diferencia de que el fútbol es un deporte de equipo, es decir, que aunque los equipos tengan sus estrellas y siempre haya un jugador -que normalmente es el que marca los goles- especialmente destacado, la responsabilidad, el mérito, la fama o la infamia se la reparten desigualmente entre unos catorce jugadores por partido. A esto hay que añadir al entrenador, al presidente y últimamente a una cosa que se llama "director deportivo" que es un señor que gana varios cientos de miles de euros por hacer algo no muy distinto de lo que millones de niños hacen todos los días en el recreo: cambiar cromos.

En los años veinte y treinta, en cambio, el campeón del mundo de los pesos pesados era, simple y llanamente, el mayor atleta del planeta: un héroe.

Como decía,este caballero, Schmeling, había sido campeón del mundo en 1930, cuando conquistó la corona peleando contra Jack Sharkey por el título vacante. En aquel combate, Sharkey golpeó a Schmeling de forma indebida. Schmeling no pudo continuar, los árbitros sancionaron a Sharkey y Schmeling, que ni siquiera se podía tener en pie, se coronó campeón del mundo de los pesos pesados. La primera y única vez en la historia que ha sucedido algo así. Algunas versiones dicen que Schmeling no quería aceptar el título en esas condiciones, aunque la historia no está clara. Fuese como fuese, Schmeling se convirtió en el único campeón del mundo de la historia por descalificación, y la prensa, sobre todo la americana, se mofó de él tachándolo poco menos que de campeón bastardo.

¿Quiere decir esto que Schmeling era un boxeador mediocre? Ni mucho menos. Es muy probable que realmente Schmeling fuese el mejor boxeador de pesos pesados del mundo durante los años que tuvo la corona. Es muy probable que fuese mejor boxeador que Sharkey en el año 1930, cuando ganó la corona de forma polémica por primera vez, y es muy probable que siguiese siendo el mejor en 1932, cuando perdió su título a los puntos contra el mismo Sharkey, en una controvertida decisión que resultó inexplicable para los cronistas de la época.

Para entender cómo pudo el jurado llegar a la conclusión de que Sharkey, aspirante estadounidense, merecía quedarse con la corona del campeón alemán en contra del juicio de todos los periodistas presentes tenemos que pensar en varias cosas. Tenemos que pensar, en primer lugar, que ya en aquella época el bacalao del boxeo mundial se repartía en los Estados Unidos. Al público americano Schmeling, al principio, les había parecido un tipo simpático del que habían apreciado ciertos gestos de nobleza -como ayudar a levantarse a un boxeador rival aún a costa de dejar de sumar un KO técnico en las estadísticas-. Sin embargo, su imagen se había ido deteriorando, poco a poco.
Tenemos que pensar que a la imagen pública de Schmelling en América no le ayudaba nada el hecho de que el partido nazi hubiese comenzado a hablar de él, poco más o menos, como su gran campeón, el ejemplo viviente de las supremas virtudes arias. Tenemos que pensar que, dentro del clima antisemita de la época, que iba mucho más allá de las fronteras alemanas, los Estados Unidos eran, al menos, de los más claros en su posición respecto a la política nazi con los judíos, y que en el negocio del boxeo había una gran influencia de la población judía. Quien más quien menos tenía un entrenador, un agente o algún compañero judío.
Tenemos que pensar también que, para muchos, Max Schemling era un campeón ilegítimo por la forma en que ganó el título en 1930, y tenemos que pensar que la prensa americana había estado calentando el combate todo lo posible, con artículos y caricaturas en los que Max Schmeling aparecía como un campeón pusilánime y quejoso. Si pensamos en todo esto quizás veremos un poco más clara la razón de que, pese a la polvareda que levantó el combate, Sharkey se quedase con el título sin problemas. Joe Jacobs, el mánager de Schmelling, convirtió en todo un latiguillo el "We wuz robbed" con el que protestó por la decisión del jurado. En ese jurado, por cierto -y esta es la última cosa que tendremos que pensar sobre el combate de Schmelling contra Sharkey- estaban algunos de los mejores amigos del campeón americano.

Si hacemos caso de la prensa de la época, incluso de la prensa americana, es muy probable que a Schmeling le robasen aquel combate y que, por tanto, Max Schmeling fuese, en realidad, el mejor peso pesado del momento. Es muy probable también que siguiese siéndolo hasta la irrupción de Max Baer.

¿Alguno de ustedes, queridos seguidores, ha visto la película Cinderella Man? ¿Alguno recuerda al malo de la película? Pues ese era Max Baer. Más o menos. A Ron Howard, que dirigía la película le convenía hacer de Baer una especie de lobo feroz sátiro y cruel de quien se pudiese sospechar razonablemente que seguía una estricta dieta de carne humana. Baer no era tan cabroncete como el tipejo de la película, pero sabía divertirse y eso siempre molesta a algunos. Tenía una pegada brutal y es cierto que mató a dos hombres en combate. A uno de ellos, al hacerle la autopsia, le encontraron el cerebro separado del cráneo. Eso es cierto. Lo que no es cierto es que Baer, como en la película de Ron Howard, se felicitase de estas muertes y persiguiese a las desconsoladas viudas con instintos de sátiro. Al contrario, ayudó a las familias de los fallecidos y se hizo cargo de los estudios de los hijos de, al menos, uno de ellos. Otra cosa es que al señor Howard le parezca más interesante hacer una historia de buenos y malos. Si el señor Howard es incapaz de ver nobleza si luchan hombres nobles, no hay ningún problema y él tiene todo el derecho de insultar la memoria de un hombre que actuó con rectitud para lograr su efecto dramático. También nosotros tenemos derecho a saber que Baer, que tenía muchos defectos, supo portarse como un hombre bueno. Podría haber sido mucho mejor boxeador de lo que llegó a ser, pero el boxeo no era su prioridad. Le gustaban las mujeres y las fiestas. Intentó algunos papeles en el cine (era muy malo) y se dedicó a la publicidad tanto durante como después de su carrera. Baer era un boxeador excepcional, pero perdió su título por dedicarse a jugar a modelo de revista mientras el "Hombre cenicienta" entrenaba para un combate de boxeo. No nos engañemos. James Braddock (el "Hombre Cenicienta") no habría tenido nada que hacer en el 95% de los casos. Pero supo aprovechar su 5% de posibilidades de victoria. Ese 5% de posibilidades que pasaban por un combate analítico. Braddock no podría noquear a Baer ni en cien años y Baer, que, como ya hemos dicho, tenía una pegada brutal, podía noquear a Braddock en cualquier momento. Pero Braddock jugó sus cartas apostando por un combate largo y sufrido y terminó ganando a los puntos. Baer se pasó los primeros asaltos jugando y cuando quiso ganar el combate ya era demasiado tarde, porque no estaba físicamente preparado para un combate largo. Con el título le pasó algo parecido. Lo perdió por desidia contra Braddock, y cuando quiso recuperarlo ya estaba en eso del boxeo Joe Louis. Y Joe Louis era bueno, demasiado bueno.

Braddock, por su parte, se pasó un par de años reteniendo el título todo lo posible. Canceló un combate por el título con Schmelling, en teoría por una lesión en la mano, aunque las presiones de los grupos judíos para negar la posibilidad del campeonato al "boxeador nazi" quizás tuvieron algo que ver. Finalmente aceptó un combate con Louis que lo derrotó con claridad.

Joe Louis, The Brown Bomber, el hombre invencible, la gran esperanza negra (en aquella época se decía así) empezó mal el combate, pero luego le dio a Braddock lo que, en términos técnicos, se conoce como una paliza de padre y muy señor mío. Así se convirtió de forma oficial en campeón del mundo, aunque ya hacía tiempo que era considerado por todos el mejor boxeador del planeta.

Por poner en orden todos estos nombres, que quizás sean nuevos para muchos, vamos a establecer una gradación, probablemente discutible, pero que responde a un cierto consenso. Por una parte está Schmelling, que era un muy buen boxeador. Luego tenemos a Braddock, que también era un buen boxeador, aunque seguramente no tanto como Schmelling y también inferior a Baer, al que, sin embargo, ganó. Baer ganó a Schmelling, y perdió con Braddock. Era el mejor de los tres. Luego está Joe Louis, que era, incontestablemente, el mejor de los cuatro. Estas cosas no siguen una lógica, pero si Louis ganó a Braddock -aunque esto sucedió después- Braddock ganó a Baer y Baer ganó a Schmelling podemos imaginar por qué cuando en 1936, cuatro años después de perder su corona, Schmelling llegó a Nueva York diciendo que había encontrado un punto debil en la técnica de Louis y que pensaba aprovechar el viaje que se había hecho desde Alemania para derrotar al Bombardero invencible, la gente se lo tomase más bien a chirigota.

Pero resultó que no. Resultó que Schmelling realmente sí sabía cómo ganar a Louis. Después de estudiar detenidamente el estilo de su oponente viendo una y otra vez sus combates filmados, Schmeling llegó a la conclusión de que Louis relajaba su diestra lo suficiente como para atacar por ahí de forma decisiva.

Durante el combate, los tres primeros asaltos transcurrieron sin sorpresas. No se puede decir que Louis fuese claramente superior, pero tampoco pasaba apuros. Los dos rivales se movían por el ring. Louis golpeaba más. Schmeling era más conservador. La táctica de Louis era más clara. Sabía que no era fácil derribar a Schmeling y tal vez por eso no se lanzaba a atacar a tumba abierta. Schmeling, aparentemente, aguantaba, aunque luego se supo que, en realidad, rumiaba la táctica que, tal y como había anunciado, había elaborado a fuerza de repasar una y otra vez los movimientos del bombardero.
En el cuarto asalto hay un instante en el que Schmeling encuentra su ocasión para atacar. Louis relaja la derecha y Schmelling acierta un golpe directo. Louis queda desorientado. Hay un segundo, quizás dos, en el que Schmelling parece tan desconcertado con el golpe que acaba de dar como el propio Louis, que lo ha recibido. En ese segundo los dos púgiles se miran con extrañeza, como si, a partir de ese momento, los dos fuesen conscientes de haber sido teletransportados a un combate y hasta un universo distinto al que conocían. De repente Schmelling puede ganar el combate y es en ese preciso segundo cuando los dos empiezan a darse cuenta. A continuación Schmelling se lanza sobre Louis, que todavía está un poco noqueado. Le encaja una combinación y Louis cae. El locutor parece todavía más extrañado que los combatientes. Schmelling ha conseguido un golpe magistral que ha alcanzado a Louis, al estadio entero, a sí mismo y hasta al locutor, que no deja de repetir que Joe Louis ha caído a la lona, por primera vez en toda su carrera Joe Louis ha caido a la lona.

El resto del combate transcurre en la extrañeza absoluta. El lugar desde el que ha caído Louis es mucho más elevado de lo que el común de los mortales es capaz de caer. Louis ha caído desde una región del cielo cercana al Olimpo, desde la órbita de los héroes, desde alguna altura hiperbólica que ni siquiera el Bombardero es capaz de asumir. Por eso el resto del combate es la continuación del miedo de Louis a repetir su fabuloso coscorrón. Se le nota temeroso y Schmeling se limita a esperar, a esperar y lanzar, de vez en cuando, combinaciones rápidas de golpes que alcanzan infaliblemente a su oponente. En el decimosegundo asalto Louis, que aún no había peleado contra Braddock y aún no era oficialmente campeón del mundo, cayó definitivamente al suelo, en lo que probablemente supone una de las tres mayores sorpresas de la historia del boxeo. Otra sería el combate de Braddock contra Baer y la tercera, como siempre, está por llegar.

Antes del combate, el gobierno nazi se había mostrado totalmente opuesto al hecho de que "su boxeador" pelease contra un afroamericano. Para ellos, el combate era denigrante, algo parecido a un espectáculo circense que enfrenta a canguros con humanos. Sin embargo, nada más acabar el combate los nazis cogieron a Schmeling y se lo llevaron en volandas a Berlín, en el Hindenburg, nada menos. A la propaganda alemana le faltó tiempo para explicar a quien quisiera escuchar (que no eran pocos, por cierto) que claro que Schmeling había ganado, que era lo más lógico y que, el resultado del combate era perfectamente predecible para cualquiera que pusiese un poquito de atención y reparase en el hecho de que Louis era más bien negro y Schmeling blanco, blanquísimo. Moreno, eso sí, pero ario de la cabeza a los pies y más alemán que un empacho de cerveza y salchichas. A pesar de su victoria, Schmeling no se convirtió en campeón del mundo. No llegó a combatir contra Braddock, que había vencido a Baer y era el campeón, y en su lugar lo hizo Louis. Por segunda vez el título se alejaba del campeón alemán de forma injusta. Primero había sido un jurado en el combate contra Sharkey. Después un comité que le negó el derecho a disputar el título que, a la postre, disputaría Louis. Este, por su parte, nada más terminar el combate, que le dio la corona, advirtió que no permitiría que nadie le tratase como campeón hasta que no hubiese derrotado a Max Schmeling.

La historia del segundo combate entre Schmeling y Louis es la historia del evento deportivo más politizado de la historia. En Junio de 1938, en Nueva York, con el título de campeón del mundo en juego, Schmeling y Louis eran, para sus respectivos gobiernos, los símbolos de dos sistemas distintos.
Para no complicar la historia, digamos símplemente que Louis derrotó a Schmeling en el primer asalto. Schmeling se quejó de que un golpe antirreglamentario de Louis lo había dejado inmovilizado y algo de eso pudo haber, porque en un momento dado del combate Schmeling queda convertido en un pelele, a merced de un Louis casi iracundo. En cualquier caso, América celebró la victoria como un triunfo nacional, los afroamericanos la recibieron como una reivindicación racial y los alemanes recogieron a Schmeling con el sentimiento de haber sufrido una derrota vergonzosa.

Lo curioso, vino después.

Adolf Hitler no quedó tan desilusionado con la derrota de Schmeling como cabría suponer. Es más, la caída del héroe le dio la ocasión de vengarse de los desplantes sufridos. Schmeling, el boxeador nazi, se había negado repetidamente a unirse al partido nacionalsocialista y se había negado a prescindir de sus colaboradores judíos -incluído Joe Jacobs, su representante en América, el hombre que convirtió en latiguillo su afrentado lamento por el robo del combate contra Sharkey- enfrentándose directamente a las autoridades.

Sabemos, por lo que pasó después, que cientos de miles de alemanes se alistaron en el partido nazi por miedo de lo que pudiera pasar. Sin duda es una actitud tan censurable como humana. La típica reacción que nos hace sentir vergüenza de ser humanos, pero que, al mismo tiempo, nos hace sentir más humanos todavía. Si cientos de miles de habitantes anónimos se sentían comprensiblemente señalados por no pertenecer al partido nazi, personalmente no me creo capaz de calcular la presión que debía sentir Max Schmeling, ni, cuando era el gran héroe de la nación, el ídolo deportivo, el hombre adorado, ni después, cuando se convirtió en villano, en derrotado. Por si no era suficiente, además resulta que Eva Braun estaba loquita por el púgil. Esto lo sabemos nosotros por el diario de Eva Braun, y si Hitler lo hubiese sabido con la misma certeza no sé cómo habrían ido las cosas para el Sr. Schmeling.

Sólo un par de meses después de su derrota contra Louis, mientras estaba en el centro del punto de mira de la ira nazi, durante la Noche de los Cristales Rotos (Noviembre de 1938) Schmeling ocultó a dos hermanos judíos a los que luego ayudó a salir del país. Naturalmente, las autoridades nazis no fueron conscientes de este asunto. Creo que ya he dicho antes algo parecido, pero si las autoridades nazis hubiesen tenido alguna certeza, o siquiera alguna sospecha en este sentido, no sé cómo habrían ido las cosas para el Sr. Schmeling. Pero no se enteraron, nadie se enteró. De hecho, el propio Schmeling lo guardó en secreto y sólo se supo muchos años después, cuando uno de los dos hermanos a los que Schmeling ayudó a huir a América se puso en contacto con el ex-campeón. De lo que sí eran conscientes las autoridades nazis era de todos los desplantes que Schmeling les había hecho ya. Imagínense ustedes lo que suponía para el partido que el héroe nacional se negase a participar de la ideología oficial. Si se lo imaginan con la suficiente nitidez puede que no les sorprenda el que, durante la guerra, se diese a consigna para colocar a Schmeling en el cuerpo de paracaidistas y se le encomendaron numerosas misiones suicidas. El objetivo era claro. Había que deshacerse de Schmeling. Había que enviar a Schmeling volando sobre las alambradas, volando tras las lineas enemigas. Pero Schmeling volvía. Después de cada misión, Schmeling volvía. La guerra se acababa y Schmeling volvía y cuando la guerra acabó y ya no quedaron misiones suicidas, de repente, eso ya no importaba, y Schmeling volvió definitivamente.

Mientras tanto, en América, el gran rival de Schmeling, Joe Louis también se alistó en el ejército, pero se pasó la contienda haciendo exhibiciones de boxeo para divertir a los soldados. Cuando terminó la guerra, el fisco americano le obligó a prolongar vergonzosamente su carrera para pagar las deudas contraídas. Joe Louis nunca fue lo que se dice, una máquina de administrar el dinero. Lo que sí fue, y lo fue durante más tiempo que ningún otro boxeador, fue una máquina fabulosa de fabricarlo. Una máquina a la que casi todo el mundo se acercaba a sacar tajada, incluido el gobierno americano y su departamento de hacienda, que le explicó a Louis que lo de símbolo nacional y lo de los discursos de Roosevelt erigiéndolo públicamente como ejemplo del valor americano estaba muy bien, pero que ellos pertenecían a otro departamento. Louis se vio abocado a prolongar su carrera más de lo que hubiese sido pertinente. Su último combate fue contra Rocky Marciano, que, como boxeador, era todo lo contrario de Louis. Louis era elegante, rápido, versatil... un manual de boxeo en funcionamiento. Marciano peleaba encogido, era tosco y su táctica consistía en sacudir guantazos brutales sin cuidarse mucho de la defensa, porque a Marciano, sencillamente, no había quien le tumbase. Aquel día Marciano le dio una paliza a Louis y después rompió a llorar porque había derrotado al ídolo de su infancia.

De vuelta a casa, Schmeling aceptó la representación de CocaCola en Alemania y se hizo multimillonario. Louis intentó dedicarse a la lucha libre y se arruinó totalmente. Luego llegó la enfermedad. A Louis le dió en plena calle uno de esos síncopes que hacen sospechar que alguien ha recibido demasiados golpes en la cabeza. Lo internaron unos meses en un hospital psiquiátrico. Seguía siendo popular y recibiendo homenajes de un país que todavía lo consideraba un héroe, pero sobrevivía gracias a la ayuda económica de sus amigos. Buena parte de este dinero venía de Alemania, de las manos de Max Schmeling, que pagó también los costes de su entierro.