16.10.08

El boxeo según Gunther


Tal vez mis seguidores no lo sospechen, pero yo, Gunther, soy un gran aficionado al boxeo. El mundo pugilístico me fascina, probablemente por lo que tiene de atávica la lucha entre dos varones empeñados en demostrar su fuerza y destreza de acuerdo con las normas fijadas por el Marqués de Queensberry. Para quien lo desconozca, o lo haya olvidado, el marqués de Queensberry es uno de los grandes hombres de finales del siglo pasado. No sólo le debemos el boxeo moderno gracias a la generosa promoción que hizo de las normas redactadas por John Graham Chambers, sino que también detuvo en seco la carrera de Oscar Wilde que, la verdad, ya se estaba poniendo un poco pesado.
Mi primera experiencia con el mundo pugilístico tuvo lugar cuando sólo contaba con cinco años. Por desgracia no resultó todo lo elegante y caballeresca que cabría desear pues, aunque ya por entonces conocía yo al dedillo el código del marqués, no conseguí convencer a mi señora madre de que su combinación de puntapies en la boca del estómago (extraordinariamente ejecutada, por otra parte) contravenía las más esenciales normas de este deporte. En el fondo debo agradecer a esta entrañable anécdota mi posterior y brillantísima trayectoria intelectual, pues de haber tenido unos padres más estrictos en los usos pugilísticos tal vez habría dejado discurrir mi vida por los senderos de este deporte que tanto me apasiona.
No hablo en balde, sino con el conocimiento de un caso que me toca muy de cerca: el de mi amigo Gerald Bum, cuyos padres jamás discutían sin la presencia de un árbitro, un doctor, sendos masajistas, un jurado completo y varios periodistas acreditados. Gerald, que durante algunos años fue mi más querido amigo y el único de los jóvenes cohetáneos que frecuentaban mi clase al que tenía por verdadero compañero intelectual, acabó tan fascinado por el mundo del boxeo que se dedicó a él por completo. Llegó a lo más alto gracias al ejemplo de sus padres y la ayuda de "Alzacuellos" Lewis que alcanzó un record mundial al propulsar uno de los incisivos del bueno de Gerald hasta la altura del techo del Palacio de los deportes de Berlín, donde todavía permanece. Dice la leyenda que si uno de los contendientes logra ver el incisivo en el curso del combate tiene la victoria asegurada. Por desgracia algunos supersticiosos han puesto demasiado empeño en alcanzar a ver el famoso incisivo, lo cual, con cierta frecuencia, les ha llevado a perder los suyos propios.
Mi amor por el boxeo no me ha llevado a practicarlo con asiduidad, aunque durante un año de mi vida entrené muy seriamente en un gimnasio regentado por el mítico "Tiburón" Heldellgarst, que según cuentan, era tan duro que los imanes de las neveras se estremecían a su paso. Sin embargo, y a pesar de mi empeño, no llegué a combatir, puesto que fui noqueado cuatro veces consecutivas por mi propia sombra. Perdí un quinto combate a los puntos antes de abandonar definitivamente. Comprendí que mi lugar no estaba en el ring, sino en la grada y en la biblioteca, donde he ido escribiendo una breve historia del boxeo desde sus orígenes prehistóricos hasta la actualidad de la que pretendo dejar aquí constancia con algunos estractos que publicaré en las próximas semanas. Reconozco que soy más útil a este deporte en el campo de las letras que en el de las armas aunque, de vez en cuando, aún siento añoranza. Entonces me siento a ver un buen combate o distraigo la nostalgia golpeando en el cuello a hombres bajitos en por la espalda. Es bueno -porque nos recuerda que podemos ser felices- encontrar placer en estas pequeñas cosas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Otra vez yo, acechando tu blog con la precaución de un peso pluma.
Sigue así, Gunther, golpeando al hígado y alejándote dos pasos hacia atrás. Como los buenos.

Pascualito